Estados Unidos bombardeó campamentos del Estado Islámico en Nigeria el día de Navidad, en una operación que el presidente Donald Trump justificó como respuesta a la masacre de cristianos. Aunque el gobierno nigeriano confirmó la acción conjunta, relativizó la idea de una persecución religiosa sistemática.
El ataque reabre el debate sobre la seguridad en el país más poblado de África y el rol de las grandes potencias en el continente.
Para el analista internacional Ignacio Montes de Oca, la intervención estadounidense no puede leerse únicamente en clave humanitaria o religiosa. “La persecución a los cristianos en África es real y ocurre desde hace años en muchos países, no solo en Nigeria. Lo excepcional no es la violencia, sino la decisión de Trump de intervenir militarmente”, sostuvo.
Nigeria es el país más poblado de África, con más de 230 millones de habitantes, y una de las principales economías del continente. También es el mayor exportador de petróleo africano, un factor central para entender su importancia estratégica.
La composición religiosa del país es uno de los elementos que alimentan la tensión interna, ya que, alrededor del 54% de la población es musulmana, y un 43% cristiana. En ese contexto operan grupos como Boko Haram y la filial regional del Estado Islámico, conocida como ISWAP, que presionan desde los sectores más radicalizados y profundizan el conflicto.
Sin embargo, la violencia en Nigeria va mucho más allá del terrorismo islamista. En el norte actúan milicias de la etnia fulani, cuyos ataques responden a disputas étnicas y territoriales más que religiosas. A esto se suman movimientos separatistas en la región de Biafra (rica en petróleo, diamantes y minerales estratégicos) y en el delta del río Níger, corazón de la industria petrolera del país.
Además, existen grupos criminales conocidos como “bandoleros”, dedicados al secuestro, la extorsión y el tráfico de personas. “Son organizaciones que funcionan por lucro, no por ideología. Hacen lo mismo que el ISIS, pero sin un componente religioso claro”, explicó Montes de Oca.
Según el analista, el ataque tiene un fuerte componente político y simbólico. “Es una forma de marcar el regreso de Estados Unidos a África, después de años de repliegue, en un continente donde crecieron la influencia de Rusia, a través de mercenarios como Wagner, y de China”, afirmó.
Nigeria, además, funciona como un dique frente a la expansión rusa en países como Mali, Níger o Burkina Faso, donde se sucedieron golpes de Estado con apoyo de Moscú. En ese sentido, el bombardeo también puede leerse como una señal de respaldo a Abuja y una advertencia a sus rivales estratégicos.
Trump ya había advertido un mes atrás que, si Nigeria no lograba frenar la masacre de cristianos, que dejó más de 7.000 muertos solo en 2024 hasta agosto, Estados Unidos intervendría. Aunque el gobierno nigeriano defendió su soberanía, el ataque terminó concretándose.
La operación también expone una paradoja del trumpismo. Si bien Trump prometió no involucrar a Estados Unidos en nuevos conflictos, su administración ha multiplicado las acciones militares “quirúrgicas”: ataques aéreos en Siria, Somalia, Yemen y ahora Nigeria.
“La diferencia es que no hay tropas en el terreno. Son intervenciones a distancia, sin soldados muertos ni costos políticos internos elevados. Es una intervención militar, pero también comunicacional”, explicó Montes de Oca.
En ese sentido, el bombardeo no modifica sustancialmente el equilibrio de poder dentro de Nigeria, pero sí refuerza la imagen de Estados Unidos como actor global dispuesto a usar la fuerza cuando lo considera necesario.
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